“Gentileza” (fragmento) - Charlotte Casiraghi y Robert Maggiore

   Podemos pensar que los gentiles, a menudo, no lo son bastante o lo son por demás, por haber sido considerados, a lo largo de la historia, algunas veces como difíciles y otras, como ingenuos. Es que la gentileza depende de un dosaje sutil, tanto más difícil de fijar puesto que uno no puede, como en el amor, servirse de adverbios: así como uno no ama cuando ama poco o mucho, es edulcorado, empalagoso o pegajoso si es demasiado gentil y casi malo si lo es poco. En efecto, la gentileza es exquisita ―la “delicia de la humanidad”, decía el emperador filósofo Marco Aurelio―, pero posee ese encanto que, si se dice, se desvanece, y muta al encantador en embaucador, del mismo modo que al gentil en presuntuoso.
   En verdad, la gentileza es una curiosa disposición. Parece ser virtuosa y una especie de gracia, en este mundo de brutalidad donde lo cotidiano son las agresiones y los golpes bajos, las rivalidades y los odios, la arrogancia y el cinismo. Pero, confrontada a la amistad, a la generosidad, al altruismo, al coraje, al sentido de la justicia, aparece siempre como una “pequeña virtud”, alejada del mal, pero insuficientemente cerca del bien. Por eso, demasiado evanescente, raramente ha sido considerada un concepto y estudiada de manera sistemática.
   Es verdad que, mientras más impera la violencia en una época, menos osa mostrarse y hacerse valorar la gentileza. Vista de manera un poco sentimental o idealizada, aparece como una forma de deferencia, como aptitud o facultad de entrar por empatía en los pensamientos, sentimientos, temores, esperanzas del otro, con el fin de prevenir su eventual alteración, o como un arte discreto de la escucha y de la acogida, de aceptación natural de la vulnerabilidad de los otros y de la propia.
   Pero a veces se presenta cubierta por máscaras que la desfiguran: ingenuidad, cursilería, credulidad, debilidad mental. Así caracterizado, el gentil es un niño grande, un obsecuente, incapaz de ver el mal o la inconveniencia en ninguna parte y de captar las quizá malas intenciones de su entorno, siempre dispuesto a la aceptación y a la benevolencia, por retorcidas que sean las palabras que se le dirigen o ambiguas las maneras de comportarse con él.
   De ese modo, siempre es el elegido como juguete o víctima del otro. Tiende a ver la vida como un osito cariñoso, acepta pasivamente que las cosas sucedan como lo hacen, está “al servicio de”, dócil, reservado, sonriente, cree ser apreciado por lo que es ―un ser dulce y bueno― mientras que se le ofrece un reconocimiento de ocasión por lo que hace ―sacar la basura, retirar el correo, prestar su vehículo para una mudanza―. Sin duda, por esta virtud, tan pequeña, se ha atribuido históricamente a las mujeres, para mantenerlas en un estado de sujeción. En Éloge de la gentillesse, Emmanuel Jaffelin la ve como “una virtud de la subsiaridad·, la virtud calmante del sirviente, del camarero, del servidor, del siervo ―que sólo puede ser la expresión, si no de la debilidad, al menos del no-poder, de la “subalternidad”―. ¿Cuánto puede valer y cómo puede sostenerse en una sociedad de competencia que elogia a los jefes y a los ganadores, “horribles y malos”, perversos, cínicos, poderosos?
   El origen latino de la palabra muestra que la gentileza no siempre fue percibida como atributo de una persona considerada “sin carácter”, cuya afabilidad quisiera suavizar todas las asperezas de las relaciones sociales, de modo que sólo quede la voluntad de complacer a todos, de no contrariar a nadie. Calcada del griego ethnikos (y relacionada con el hebreo göyim, los pueblos no judíos), gentilis significa, en primer lugar, “que pertenece a una etnia particular”. El término latino indica más específicamente la pertenencia a una gens (de gingere, engendrar), a un grupo de familias que reconocen su ascendencia común de un linaje que surge de un mismo y mítico padre fundador (o madre fundadora). Cuanto más se remontaba esa gentilis en la historia, más envuelta estaba en un halo de “nobleza” ―lo que inmediatamente establecía jerarquía distinciones, procesos de exclusión recíproca entre familias de ascendencia más o menos noble―. El ciudadano romano era designado con un praenomen, un nomen y un cognomen. Marcus Claudios Titus, por ejemplo, pertenece a la gens Claudia por su nomen. En la Antigua Roma, la gens era una formación social patricia “suprafamiliar”, una especie de clan al que pertenecían numerosas familias que, por eso mismo, estaban sometidas a deberes recíprocos de asistencia, defensa o respeto, podían gozar de derechos de sucesión en ausencia de parientes cercanos y compartían los lugares de sepultura. La “gentileza” se manifestaba en el propio seno de la gens e implicaba comportamientos más o menos “fraternales”, mucho más afables y corteses que los que manifestaban ante miembros de otras gens o ante extranjeros. De allí la derivación del sentido: como en la Antigüedad se estimaba que condición social y condición espiritual coincidían, la gentileza terminó por indicar la nobleza de alma, la amabilidad, la cortesía ―que no podían ser privilegios del huérfano, del extranjero ni del esclavo, al menos por fuera del complejo proceso de adopción―.

 

En Archipiélago de pasiones