En busca del tiempo perdido - Por la parte de Swann (fragmento) - Marcel Proust

 

   Entre las alcobas cuya imagen evocaba yo con mayor frecuencia en mis noches de insomnio, ninguna se parecía menos a las de Combray espolvoreadas con una atmósfera granosa, polinizada, comestible y devota que la del Gran Hotel de la Playa, en Balbec, cuyas paredes, revestidas con pintura de esmalte, contenían como las pulidas paredes de una piscina en las que el agua azulea un aire puro, añil y salino. El tapicero bávaro a quien habían encargado el acondicionamiento de aquel hotel había corregido la decoración de las habitaciones y había cubierto tres de las paredes de la que yo ocupaba con librerías bajas y vitrinas de cristal, en las que, según el lugar que ocuparan y en virtud de un efecto que no había previsto, se reflejaba tal o cual parte del cambiante cuadro del mar con lo que se desarrollaba un friso de claras marinas tan solo interrumpido por listones de caoba. De modo que todo el cuarto parecía uno de esos dormitorios-modelo de las exposiciones de mobiliario modern style, en las que aparecen adornados con obras de arte supuestamente aptas para alegrar la vista de quien en ellos se acueste y cuyos temas están relacionados con el tipo de paraje en que vaya a encontrarse la vivienda.

   Pero nada se parecía menos también al Balbec real que aquel con el que yo había soñado con frecuencia, en los días de tormenta, cuando el viento era tan fuerte, que Françoise, al llevarme a los Campos Elíseos, me recomendaba no caminar demasiado cerca de las paredes para que no me cayeran las tejas en la cabeza y hablaba, quejumbrosa, de los grandes siniestros y naufragios anunciados en los periódicos. No había cosa que deseara yo tanto como ver una tormenta en el mar, menos como un espectáculo hermoso que como un momento revelado de la vida real de la naturaleza, o, mejor dicho, para mí no había otros espectáculos hermosos que los que no estaban lo sabía organizados artificialmente para darme placer, sino que eran necesarios, inalterables: las bellezas de los paisajes o del gran arte. Solo sentía curiosidad, avidez por conocer lo que consideraba más verdadero que yo mismo, lo que tenía para mí el valor de mostrarme un poco del pensamiento de un gran genio o de la fuerza o la gracia de la naturaleza, tal como se manifiesta entregada así misma, sin la intervención de los hombres.


(Trad.: Carlos Manzano)