“Selva selvaggia” - Silvio Mattoni

No sé si aún no había empezado
mayo a dar sus noticias. El verde
resplandecía allá abajo, sobre el río,
seguramente helado. Desde un pórtico,
donde esperábamos la jugosa carne
asada, sentíamos un aire de gozoso
suplicio, con el roce del áspero vino
deslizándose por nuestros cuerpos a la sombra,
mientras se vuelve violáceo, barba rala,
el asador al sol. Quizás también
esperábamos que alguien dirigiera
la conversación en algún sentido propicio
a nuestro ánimo elevado, tanto
que temíamos caer súbitamente. Así,
oíamos música non cantabile y el silencio
parecía escaparse de sus pausas
hacia nuestras bocas, ya manchadas
por el tinte rojizo del vino. Suavemente
nos hundíamos en los sillones, los afortunados,
los demás en sus sillas, o en la verja
de ladrillos, acariciaban ramitas verdes
con distraído asombro. Olvidábamos todos
nuestras míseras culpas, puro simposio
de tres generaciones varoniles, inermes
ante el paso presuroso de los días. Campo
que ocasionalmente, creíamos, nos daba
una fiesta, un reposo. Recordábamos,
en silencio, variaciones que nunca
saldrían de nuestros labios. Al fin, Gustavo,
cuyo pelo apiñado parecía extrañar
sus usuales sombreros, me preguntó
por la causa indecible, fuente pura
de mi silencio, por el duelo que un viaje
a través del viejo Libro, muchísimo
tiempo después, haría transmisible, sólo
en parte. Yo respondí, breve, y la sorpresa
de encontrarse de repente ante la muerte
a todos confundió en inaudible murmullo.

No un ánimo, de nuevo, antes bien un deseo
que nos había llevado a esa reunión
campestre, como emblema de todas
nuestras vidas, dedicadas, y a veces abatidas
con el amargo trago del fracaso, al mismo
piélago de deseos, que ahora centelleaban
como piedritas en ese río. ¿Adónde,
hubiéramos querido preguntar, a qué negro
destino nos dirigimos? Pero fue ese deseo,
tan múltiple sin embargo, en nuestra
incipiente charla, apareciendo, en ese
dolor del que nadie habló, en respetuoso
y unísono silencio, como saliva en bocas
ávidas de delicioso asado. Más tarde
tendríamos motivos para hablar, si bien menos
que los flotantes para oír, ahí,
en ese grupo de aislados hombres, entre ellos,
el rumor incesante del arroyo, la rítmica
memoria que nos salvaba del olvido, o casi,
pues nos salvaba de la muerte, no del morir.

Oscar empezó a hablar, ya la comida
había cedido su lugar al humo blanco
del tabaco, nuevas botellas, ilimitadas casi
en número, nos despertaban y, atentos,
escuchamos las palabras del viejo. El rubor
de lo que no decía coloreaba sus mejillas
entre la barba y el pelo, blanquísimos.
¿Como la nieve? No, ¿dónde la encontraríamos,
bajo ese sol? Antes bien, materiales
tejidos por el artificio de un invierno
aún lejano. Al escucharlo, creo, rogamos
a nuestros dioses particulares, inconscientes
y privados de una fe que les debíamos
en laxa gratitud y cuyo rito, esa tarde,
quizá sospecháramos; sí, rogamos
que nunca, nunca, tuviéramos que ver
el final de ese otoño que en su voz,
pausadamente poderoso, resonaba
en nosotros. Atentos, para hablar, cuando
pudiéramos negarnos a creerle, y él tocara
entonces, con sus largos dedos pálidos,
la vibración de tímpanos entre sus palabras.

“Yo era muy joven, veinte años, los ojos
me brillaban entonces de deseo.” “¿Y ahora?”,
dijo Kuky, “¿no?” Oscar se ríe, pareciera
que va a rozarlo para confirmar
su presencia: quizás el único no escondido
por sus sentencias oraculares, pero,
burlonamente próximo. Y yo, por supuesto,
tan lejano, como invitado a escucharlos
para, ya ausentes, repetirlos, cuando ahora
silencioso preservo mi juventud. Sin embargo,
la mano de Oscar queda suspendida
en el aire, ala sin freno, aún lejos
de la futura noche vulnerada. “Sucedió
hace ya medio siglo: en un salón
lleno de mesas, de jóvenes estudiantes
comiendo y discutiendo. Alguno
se paraba sobre una silla, ingenuo,
transformando el murmullo del diálogo
en ágora estruendosa. Allí la vi, sus labios
hacían gestos fervientes, hasta que yo,
encendido, me acerqué a decirle
que nadie podía saber lo que va a pasar,
pero de boca tan suave, sólo una praxis
sublime y renovada surgiría. Sonrió
y creí que había vertido en su oído
el veneno de un encanto que ella me devolvía,
multiplicado. Pero tenía un niño de la mano,
apoyando la cabeza monstruosa, que el cuerpo
se negaba a sostener del todo, en la falda
de tela escocesa de su hermosísima madre.
Entonces, no se rían, pues la juventud
es un misterio, aun la que creímos
nuestra, entonces, mi deseo se disolvió
en el aire tumultuoso de esa sala, junto
con el sueño del niño que me miraba
entre la gelatina de sus ojos
desorbitados. No todo, pues el fantasma
de mi propio atrevimiento me obligó
a amarla, en un rapto seráfico,
como si en esa sonrisa el arte – su natural
necesidad – de amar hallase el secreto
de una repetición incesantemente rítmica.
Platónico, o antes bien plotiniano, busqué
conocer su vida. Amigos, no todo el mundo,
supe después, puede ver, sólo el noble. Pero,
¿por qué quise conocer lo que había visto?
¿Por qué no disfrutar de su alegría
en vez de sospechar la sacra sangre
de su condena? Sí, entonces la belleza
estaba en todas partes y mostraba
el brillo de su filo que corta los hilos
cuando más resplandece. No, no fuimos
los primeros a quienes lo bello
pareció bello, nosotros, mortales
que no vemos el mañana”. Se quedó
callado unos momentos, su vaso
fue alzado. Y al saborear el vino, parecía
que repasaba la certeza de sus citas
antiguas; la última, ante todo,
proverbio ya casi incomprensible. Luego,
los siete salimos a caminar por senderos
que bordeaban el arroyo. Nos detuvimos
frente a un estanque artificial, olvidado,
repleto de algas y de plantas acuáticas,
adonde Gustavo preguntó, representando
el curioso papel que él mismo dispusiera
para sus parlamentos, por la continuación,
por el principio cierto de aquella historia
maternal. Y Oscar, que descansaba
sobre un banco de mármol mohoso, dijo:
“un escenario demasiado romántico”; “o bien
modernista”, agregué yo. Se levantó,
y caminando hacia donde el arroyo corría
libremente, accedió a proseguir su cuento.

“No me pregunten cómo, pero después
fui amigo de su esposo. Trabajaba
en una oficina pública, y decía estudiar,
sin mucho afán, historia, quizás llevado
por una contraposición inquieta
entre la rutinaria espera y el caos
de los mitos, que entonces todos
creíamos sobrepasar. Sin embargo,
en los ojos brillantes de la joven madre
se revelaba un anhelo que él,
cargando el indeciso presente de sus días,
nunca podría cumplir.” “Una revelación
impertinente”, dijo Horacio, “¿es posible
cumplir algún anhelo?” “Antes diría”,
agregó Kuky, “que una madre y su hijo
ya son, para nosotros, inalcanzables”.
“Nuestras palabras”, volvió Oscar
a su relato, “¿no están hechas acaso
para suplir con abstrusas concepciones
la única claridad? Pero sigamos,
ya sin interrumpirnos con brumosas
divagaciones, en medio de esta siesta
que ninguna frase puede abolir,
así también, el vacío o la grieta
que vi abrirse entre ellos, nada
parecido al lenguaje, ni tan siquiera
el vacilante roce de los gestos,
se desplegó para cubrirlo. Yo,
asistía, morboso o compasivo,
era igual, pues el destino, si existe,
se mostraba cruelmente inexorable,
ante sus paulatinas diferencias,
entre la miseria de una pequeña casita
en un barrio mudo y el gimoteo
viperino del niño, complacido quizás
por las ventajas de la eterna disputa.
Un día, él se fue, y ahora
nadie sabe dónde está. Antes me dijo
que la había visto, una vez, besándose
con uno de sus compañeros. Hacía mucho,
y él quiso, silencioso, evitar el infierno;
aunque, según Dante, las llamas vendrían
de todos modos a quemarlo. Entonces,
supe el secreto de sus discusiones, pero,
¿no había acaso, antes, otro viejo secreto
que la llevara a ella hacia su beso
indetenible en su insignificancia? Amigos,
hasta lo más pequeño puede martirizarnos
y el más mínimo derroche, cambiar
la textura entera del mundo. Luego,
supe que ella no recordaba, tampoco
indagué demasiado, aquel beso ni aun
lo que dejó pasar. Durante noches
de encuentros fortuitos, la vi, siempre
con alguien diferente. Yo, enlazado
a mi amistad perdida, no hacía
más que preguntarle por su hijo.
‘Bien, enorme’, casi invariablemente
contestaba. ¿Sería más libre,
ese hijo sin padre y que debía
buscarlo en un desvanecido crepúsculo,
siempre? Su maldad se afirmaría
con el tiempo perdido de buscar
y no creí imposible que semejante
monstruo fuéramos todos; entonces,
depositábamos máximas como basura
en cada inhóspito cantero. Porque más vale
no creer a los antiguos poetas, dejar
que el escondido mutismo de ese niño
pudiera redimirse, sin saberlo.” Goteaba
el agua de una piedra verdosa, enfrente
de donde estábamos sentados, escuchando
al mismo tiempo la dudosa voz
del viejo y la firme y constante,
siempre igual, del arroyo. El relato,
tan común y no por ello menos
incomprensible, ofrecía palabras,
acaso banales, para nuevas variaciones
acompasadas, que no dijimos. Diego,
que conservaba su anarquía como
un tesoro, dijo que el matrimonio no era
tan natural como los hijos. Y Oscar,
después de un rato, respondió: “el amor
es el instante, el matrimonio, definitivo”.

Ya el aire soplaba su nocturno frío,
aunque el sol todavía nos condujo
hacia la casa. Parecía que al fin
la historia quedaría detenida
en una fábula sin desenlace. La tarde,
emblema sin motivo, invitaba
al regreso. “Esperemos”, dijo Diego,
“hasta que Oscar nos diga qué pasó
o porqué prestó su voz, nuestros oídos
y esta reunión, a la melancolía
de esa lejana madre”. Tomábamos
unos mates, apenas alumbrados,
en la sala contigua, junto a la galería
donde habíamos comido. Y Oscar dijo:
“Acaso nunca la hubiera recordado, yendo
en el ir eterno de mis anhelos, nunca,
si una noche no escuchara su voz,
que sostenía sus gestos y lanzaba
la belleza de un rostro certero
hacia el blanco centro de mi memoria.
Ella me dijo, entonces, balbuceante
en sus frases, pero mirando lejos
la segura vigilia de un escénico
retablo de su vida, que no dormía
casi nada, que cuando entrecerraba
sus párpados ajados, el hijo enfurecido
le mostraba los dientes, y ella
se levantaba espantada. Corría
al cuarto del hijo y se quedaba
mirándolo dormir toda la noche.
Después, por las mañanas, oía la voz
del padre que tarareaba en el baño
a través de una garganta infantil.
Como pude, me escapé esa noche, amigos,
de la evidente locura. Pensé, ¿por qué
no lo era antes? ¿De dónde vienen
tales tragedias que ya no pueden
ser creíbles? ¿Acaso su sonrisa delataba,
en su extrema hermosura, la imposible
oscuridad que la llamaba? Ahora está
internada, me dijeron, ¿en qué interior
de la textura de su rostro, plegada
sobre el vacío imperfecto de sus palabras
hasta que muera? No hay final
para esto que no tuvo principio.”
“Pesada herencia para el hijo”, agregó
serenamente Eduardo. “Si así fuera”,
respondió Oscar, “el mundo no tendría
ninguna historia, y ya nosotros
estaríamos mudos”. Todos vimos,
por las ventanas el oro desnudo
del atardecer hiriendo espacios
carmesíes. Ahora, siempre, medito,
cuando recuerdo, siete generaciones,
en la vana vacilación de despedirnos,
y el dolor, renovado, crece. Ruego
hacia la ausencia de ese paisaje
verde y rojizo, al brusco ruido
de grillos y lechuzas, a ellos
y a una antigua señora, que yo
esté aquí y que pueda cantar siempre.